viernes, 4 de junio de 2010

Tortillería "Don Alfonso"

Abrimos en las mañanas: a las 6 para ser exactos. Es un ámbito cálido de paredes blancas con manchas amarillentas por el tiempo, cuenta con una máquina sencilla (que acaban de cambiar por otra que tenia mas de 30 años) un gran refrigerador, un mostrador de acero inoxidable y madera, una caja registradora que no sirve, una bodega donde están los costales de harina, la talacha y fierros gastados; también hay un congelador donde se guardan refrescos, queso fresco de hebra y carnes rojas; ahí está el querido molino
En las mañanas el calor es intenso y más si se junta con el proveniente de la máquina, siempre hay un olor a maíz, a hambre, la gente hace cola mientras platica; cabe mencionar que antes era larguísima… ahora no, debido a tantos revendedores.
En mi infancia no me dejaban estar ahí, había un hueco ( antes debió ser una puerta) que conecta a la casa, ahí pusieron una rejita para que yo no pudiera pasar. Con el tiempo mi perro Bompi y yo la aprendimos a saltar; entrar era incrustarme en las faldas de mi mamá, los empleados se divertían escuchando mi palabrerío, (nunca paraba de hablar), pero cuando se hartaban los convencía que me pusieran un banquito de mi papá, ahí era cobrar y dar mal el cambio, ¡todo deseaba hacer! preguntaba muchas cosas a la gente menos oír su petición; al cansarme de ser cajera quería recoger y las tortillas se me caían al suelo por mi falta de rapidez. Fue un encanto oler la masa, un olor ni dulce ni salado sólo perfecto, lo llevaba a todos lados y a la vez él me llevaba a mí.
Mi nariz empolvada de harina, mis pies descalzos mojados con el agua donde se lava el maíz, las manos con restos de masa y mis trenzas manchadas de tortilla y nixtamal, así fue mi estampa cuando pequeña.
Los años han pasado y ya no ponen la rejita, ahora me obligan a estar. Es donde intento aferrarme a aquellas imágenes para no enojarme, para reafirmar ese amor, ya no busco como antes escaparme a ese lugar, es más: hasta prefiero hacer labores del hogar.
Aunque en estos días he trabajado en las tardes, todavía disfruto ver a los niños llegar:
- Me da… me da tres kilos de tortilla y un peso de masa…. No, no, me da …..un peso de tortilla y tres kilos de masa.
Sus caritas sonrojadas, yo sonriendo les digo: “ Anda, ve a preguntarle a tu mamá, pero ahora anótalo en un papelito”
Todos los pequeños preguntan por mi papá.
- ¿Y don Alfonso donde está?
- Sonriendo les digo: no corazón, don Alfonso se llamaba mi abuelo, mi papá se llama Juan.
Y claro, no todo es alegría: nunca faltan las viejitas quisquillosas.
-¿Ya te lavaste las manos? ¿Como es que despachas las tortillas y al mismo tiempo has de cobrar?
Las señoras que no avanzan en la cola por que se quedan a chismear.
Señores con envases del “líquido vital”.
- ¿Me das una coca?, pero que este bien fría, no esa no, se ve que la acabas de meter.
Cuando se acerca la hora de cerrar guardamos las cosas de afuera; vendemos hasta donde el cansancio deja.

Al bajar el sonido de la cortina ensordece. Sí, aquella verde obscura manchada de grasa: cortina testigo de las palabras sabias de mi abuelo, risas de mi abuela,
peleas de mis tíos, coqueteadas de las tías, preocupaciones de mamá, pensamientos de papá, confidencias de mis hermanos...
La cortina inicia ese lugar mágico, dueña de las paredes desde 1950, de ahí vengo.

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